"La educación sufre una decadencia atroz"

El escritor cordobés rastrea las causas de la crisis educativa argentina, recuerda las "épocas doradas" y plantea posibles soluciones. También relata cómo convivió con tres vocaciones, a las que dedicó buena parte de su vida, antes de convertirse en uno de los autores más populares de nuestro país.

Por Alejandra Crespín Argañaraz
Para LA GACETA - Buenos Aires

- ¿Cuál es la situación de la educación en la Argentina?
- La educación sufre una decadencia atroz. La Argentina fue el país de avanzada en todo el continente en materia educativa. Cuando cayó Rosas, el 90% de la población era analfabeta. Pero la política educativa, convertida en una potente política de Estado apoyada en la convicción de que, a través de ella, la Argentina saldría adelante, colocó al país, a principios del siglo XX, a la cabeza de América latina. Los chicos salían de la escuela primaria con conocimientos que hoy no tienen los que salen del secundario. La sociedad argentina estaba convencida que gracias a la lectura la Argentina iba a progresar. Así surgieron las bibliotecas populares que, como un maravilloso sarampión, nutrieron de 1.500 puntos al mapa nacional. Esas 1.500 bibliotecas eran sostenidas por el bolsillo de trabajadores, de pequeños burgueses, de gente pobre. Yo le debo mucho a una de esas bibliotecas. Estaba al lado de mi casa en Cruz del Eje (Córdoba) y allí aprendí a amar la literatura. Cuando yo era estudiante en la secundaria, el salario era tan bueno que todos mis profesores tenían profesiones liberales. Anatomía enseñaba un médico, matemáticas un ingeniero, historia un abogado, etcétera. Todo eso desapareció. En la Argentina se degradó la palabra "maestro", un término que tenía una resonancia extraordinaria. Mis padres se vestían especialmente cuando tenían que hablar con alguno de mis maestros de escuela. La degradación del término llega cuando al maestro pasa a llamárselo "trabajador de la educación". El maestro tenía una misión, era un guía que orientaba y ofrecía un modelo. La crisis de la educación también llega a las universidades. Hoy los estudiantes no se avergüenzan de ir simplemente a pasar el tiempo allí. Alguna vez me han criticado por mis opiniones sobre el funcionamiento de las universidades, sosteniendo que tienen una función de contención. Y yo repliqué que, en ese caso, deberían llamarse "jardines de infantes para jóvenes". Una universidad no puede dedicarse a la contención; debe ser un lugar dedicado al estudio, donde hay rigor y disciplina, donde gran parte del presupuesto está dedicado a la investigación. Como esto último no ocurre, nuestras universidades no tienen relevancia internacional. Entre las privadas, muchas son un desastre y solamente unas pocas son de excelencia, pero sólo puede acceder a ella un porcentaje muy bajo de la población. Ahora los estudiantes argentinos se van al exterior; en la Universidad de Córdoba en la que yo estudié, teníamos estudiantes del exterior que venían a la universidad. Era la época de nuestros premios Nobel; los Houssay, Leloir, Milstein... El último tuvo que irse a Londres para investigar y así obtuvo el Nobel. Debemos ser honestos y reconocer que la educación en la Argentina es decadente. Debemos reconocer los vicios que generan esa decadencia, que perjudica fundamentalmente a quienes van a la universidad con el propósito de estudiar.

- ¿Qué cambios realizaría dentro de la educación?
- Le daría prioridad a la educación primaria, como se hizo en tiempos de Sarmiento, pagándoles muy buenos sueldos a los maestros pero también exigiéndoles mucho. Impulsaría un contacto intenso entre maestros y padres, tratando de que los primeros ayuden a los segundos a cumplir adecuadamente su rol, y de que los segundos no saboteen a los maestros. Hoy, los padres les recriminan a los maestros las malas notas de sus hijos en lugar de averiguar por qué las obtienen. Las mejoras en la primaria se volcarían sobre el secundario. A nivel universitario, revisaría los presupuestos para aumentar la inversión en investigación, que es la que posibilita que los países crezcan.

- ¿Cómo puede un profesor de nivel medio estimular la lectura en sus alumnos?
- Primero tenemos que sincerarnos. ¿A ese profesor le gusta leer? ¿Lee? Si no le gusta y no lo hace, mal puede estimular a otro. Si ama la lectura, si encuentra placer en ella, puede convencer a otro. Sabrá encontrar aquellos textos que generen emoción, que sean atractivos, que seduzcan, y no reducirse a la estéril tarea de imponer lecturas. El chico podrá cumplir por obligación pero esa imposición terminará generando rechazo y asociando esos textos al aburrimiento. El profesor debe encontrar los caminos que lleven al chico al goce en la lectura, a la diversión, a través de textos con suspenso, belleza, con capacidad de generarles perplejidad y curiosidad. El Ministerio de Educación de la Nación, que no sé bien qué es lo que hace ya que no tiene ninguna escuela ni universidad a su cargo, podría dedicarse a seleccionar textos estimulantes para que los docentes logren contagiar el interés por la lectura. Así podrán entrar en el palacio encantado de la lectura, recorrerlo y apreciar las bellezas que hay allí. Hoy entran con los ojos cerrados, sin los "sensores" prendidos.

- Ahí aparece el alma del docente, ¿no?
- Claro, el maestro debe tener vocación por su tarea, estar estimulado por la obra de enorme trascendencia que está realizando, ser consciente de que está formando gente para el futuro. Para esto deben conjugarse una buena remuneración, vocación y disciplina en el trabajo.

Cuatro vocaciones

- Usted fue concertista de piano antes de estudiar medicina.
- Es cierto, la música me fascinaba desde que era muy pequeño. A los diez años me puse a estudiar música y lo hice con un gran entusiasmo, hasta tal punto de que, al cabo de cuatro años de tocar, participé en un concierto colectivo de los estudiantes del conservatorio. Pero hasta los 14 o 15 años yo estaba convencido de que la música no era creada por los seres humanos sino que era un producto que llega del cielo, que Dios la componía. Me parecía imposible que obras de tal perfección, de tanta belleza, pudieran ser concebidas por mentes humanas. Cuando quise empezar a componer, por ahí a los 12 o 13 años, inventé una técnica por la cual pretendía darle a Dios la oportunidad de que me dictara música. Entonces cerraba los ojos frente a un papel pentagramado, iba dejando caer puntos, y luego decía "estos son los sonidos que Dios me ha enviado desde arriba, ahora debo ver cómo logro unirlos y qué velocidad le pongo a cada uno, a cuál convierto en corchea, a cuál en semicorchea, dónde está el silencio". Trabajé un tiempo con eso pero los resultados no fueron buenos. Posiblemente, allí estaban en estado embrionario algunas de las tendencias que nos habitan a los que escribimos ficción; es decir, dejarnos llevar por la fantasía y considerarla como parte de la realidad. A los 12 años también empecé a escribir y tuve la osadía de querer escribir una novela. Llegué a cometer la exageración de llenar dos gruesos cuadernos que luego se perdieron. Después llegó la época en que debía elegir alguna carrera. Yo vivía en Córdoba, en una Córdoba que se parecía mucho a la que describe Sarmiento en El Facundo. Una Córdoba muy atrasada, muy clerical, oscura, hundida en el medioevo. Mis profesores de la secundaria decían que yo debía estudiar una carrera como licenciatura en Historia o en Filosofía, pero esas carreras en la Córdoba de aquella época estaban en manos de gente cavernaria. Entonces me propuse buscar una carrera que me pusiera en contacto con el hombre en su totalidad y esa carrera fue la de medicina. Pero entrar en una ciencia dura me puso en conflicto con mis aspiraciones humanísticas.

PERFIL

Marcos Aguinis se recibió de médico y se especializó en neurocirugía y psicoanálisis. En 1963 publicó su primer libro. Ha editado desde entonces diez novelas, 14 ensayos, cuatro libros de cuentos y dos biografías. Entre sus títulos se destacan El atroz encanto de ser argentinos 1 y 2, La gesta del marrano y La pasión según Carmela. Con ¡Pobre Patria mía!, obra que analiza las características del gobierno kirchnerista, se convirtió en el autor que más libros vendió en 2009 en nuestro país (130.000 ejemplares). Su último libro, editado este año, es Elogio del placer. Ha recibido, entre otros premios, el Planeta (España), la Faja de honor de la Sociedad Argentina de Escritores y el Premio Nacional de Sociología. Es doctor honoris causa de la Universidad de Tel Aviv y caballero de las letras y las artes de Francia.

Alejandra Crespín Argañaraz
Profesora de Letras, periodista y escritora.

Fuente: La Gaceta

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