Alejandro Schujman (foto: Eva Coronel / Cortesía Argentinos por la Educación) |
En los últimos años, hablar de salud mental y gestión emocional en la infancia y la adolescencia dejó de ser una preocupación de especialistas para convertirse en una urgencia colectiva. La escuela —muchas veces sin herramientas ni respaldo— recibe en sus aulas los efectos de vínculos frágiles, crianzas sin límites y contextos atravesados por el exceso: de pantallas, de estímulos, de soledad. Alejandro Schujman, psicólogo y especialista en vínculos, lo advierte sin rodeos: los chicos llegan desbordados, y los adultos, confundidos.
Autor de ¿Cómo contagiar la pasión a los jóvenes?, ¿Sufriste por amor alguna vez?, Gretta y el arte de complicarse la vida, No huyo, solo vuelo y el reciente Adolescencia: Un desafío posible, entre otros títulos, Schujman recorre escuelas y comunidades con un mensaje incómodo pero necesario: sin límites no hay cuidado, y sin red no hay contención posible.
En el marco del ciclo de charlas que coordinan Ticmas y Argentinos por la Educación, Schujman aborda los desafíos que enfrentan las familias y los docentes, habla del impacto de las redes sociales, de los riesgos reales de la desprotección afectiva y de lo que es posible hacer.
—En las noticias sobre Educación suelen aparecer ciertas recurrencias sobre hechos de violencia: ¿hay una escalada o, como decía un político, es una sensación?
—No, no es una sensación. Hay un mundo más violento. Hay un colectivo de adultos desbordado en una mala gestión de emociones y hay un universo de chicos y adolescentes, que son hijos de esta generación de padres y madres “amorosamente tibios”, como digo yo, con una ausencia radical de límites. El límite es amor, es cuidado. No es castigo ni penitencia. Hay un montón de adultos que no quieren que los hijos sufran y les dan todo lo que piden. Es una forma de maltrato. Yo diría que es una de las orfandades más complejas porque es la orfandad con los padres vivos. Los chicos llegan a la escuela con esta serie de parámetros que vienen de la familia, la escuela recibe el impacto: los docentes no pueden poner los límites que los padres no están poniendo, los padres le echan la culpa a la escuela. Es el cuento de la buena pipa. Y en el medio de este partido de ping pong están los chicos. Y ellos son las pelotitas.
—Pero, ante la dificultad de los padres, la exigencia de poner límites cae en la escuela.
—Es un problema enorme. Siempre traigo este cuento cuando hablo de crianza, infancias y adolescencias. Un bosque se incendia y todos los animales se escapan tratando de salvar su pellejo; todos menos el más chiquitito, el colibrí, que va desde la laguna a la boca del fuego: carga con el piquito dos gotitas y media y la tira al fuego. Y un mono que se va escapando le dice: “Colibrí, vos solo no vas a poder”. El colibrí escupe el agua y le dice: “Ya lo sé, pero por lo menos hago mi parte”. Necesitamos un ejército de colibríes. El límite que los chicos no tienen en las casas no lo van a poner los docentes, es imposible.
—¿Qué pueden hacer, entonces?
—Los docentes tendrán que hacer su parte tratando de gestionar lo mejor que puedan. La mayoría de las familias son conscientes de que los chicos están en absoluto estado de desamparo, están resignados en esta trampa del “todo tienen”, “todos toman”. Hay una escalada de sobre amparo y sobre confort muy peligrosa. Hacen falta más redes. Es la única manera de frenar este disparate. El impacto es la salud mental de los chicos y los adolescentes, que se está deteriorando de una manera muy complicada. En la postpandemia hay un incremento de trastornos de ansiedad, de depresión y juveniles. Los suicidios adolescentes han crecido. Los fines de semana el Hospital Fernández está colapsado por chicos en estado de intoxicación. La única manera es empezar a armar redes para que las escuelas no reciban todo esto.
—Desde hace tiempo está la tradición del “último primer día”. Yo doy clases y, como profesor viejo y un poco cascarrabias, estaba en contra de que se lo valide institucionalmente. Pero resultó que la rectora organizó el UPD con las familias: los chicos pasan la noche juntos y a la mañana se los recibe en el colegio y se les da un desayuno. Se convirtió en una fiesta familiar.
—¿Los chicos pasan la noche todos juntos sin alcohol?
—Sí. Por ahí es un comentario y no una pregunta, pero, incluso para mí, que me considero bastante progresista, la jugada de la rectora me pareció una alternativa muy buena a la reprimenda o el castigo.
—Es que hay que brindar alternativas. Alguna vez me escribieron docentes del Pellegrini o el Buenos Aires —los nombres porque son colegios emblemáticos— preocupados por la “vuelta olímpica”. La única manera es que los adultos recuperen el sentido común. Hace poco una periodista me preguntaba cuál es la nueva tragedia colectiva: la soledad de los chicos y la pérdida del sentido común de los adultos. Hay padres sin la letra de, como yo digo, que, ante la prohibición del alcohol en las fiestas escolares hacen una fiesta paralela. Yo les digo a esos padres que, si un nene chiquitito de diez meses quiere experimentar con el enchufe porque todos sus amiguitos lo hicieron, a nadie se le puede ocurrir permitírselo. Bueno, explíqueme la diferencia. No lo digo desde un lugar autoritario, sino desde uno de cuidado amoroso.
—En tu respuesta anterior hablabas de armar redes, pero ¿qué pasa con las otras redes? Ya pasaron varios meses de la serie Adolescencia, que nos conmovió a todos, y ahí aparece claramente el problema de las redes sociales.
—Adolescencia me generó una sensación muy encontrada. Me gustó. Es una patada en el pecho. Obviamente no es la historia de un psicópata de 13 años, sino que es la historia de la soledad de los chicos. Yo hace treinta años que trabajo en el nicho de adolescencia. Mis primeros cinco libros son sobre eso. Ahora saqué un nuevo libro, Adolescencia: un desafío posible, y entonces hay un aluvión de pedidos de charlas de municipios, de colegio. Ojalá que no se nos pase el susto. Sobre las redes sociales: los chicos van siempre una o dos aplicaciones por delante para escapar del control parental, por lo cual es imposible ver todo lo que pasa del otro lado del monitor. Esa batalla la tenemos totalmente perdida. La única forma de nivelar y equilibrar está en los factores de protección que podemos darles desde el vínculo. Y este vínculo incluye cinco cuestiones.
—¿Cuáles son?
—Primero, el umbral de frustración: estoy poniendo el límite y cuanto antes los chicos entiendan que las cosas en la vida no son como uno quiere, mejor. Después, gestión de emociones, que se educa con el ejemplo. Tres: sentido de la responsabilidad. Hay que darles a los chicos que libren las batallas que puedan librar, que son aquellas que no los ponen en riesgo física y psíquicamente. Otra: amor propio, que esto es clave. Hay un poema hermoso de Hugo Finkelstein, “El poema del no”, que es un himno a lo que tenemos que educar. Termina con: “Solamente quien dice no puede decir sí”.
—Es Sartre: la libertad empieza por decir no.
—Exactamente. Y Sartre tiene la frase más maravillosa que yo leí: “Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros”. Vuelvo: umbral de frustración, gestión de emociones, sentido de responsabilidad, amor propio y capacidad de decisión: dejar que se equivoquen en aquellas cosas que no implican riesgo cierto para ellos. Si tenemos esas cinco cosas desde un vínculo de confianza, diálogo y disfrute, ahí podemos equilibrar el impacto negativo. Las redes sociales están diseñadas para hacernos pelota el aparato psíquico. Las dosis de dopamina y cortisol que se generan no son ingenuas. Están hechas para que estemos la mayor cantidad del tiempo posible. Y lo han logrado de maravilla.
—Cuando hago entrevistas sobre adolescencia siempre tengo la sensación de que los adultos nos movemos como en una habitación a oscuras. ¿Cómo hacen las familias y los docentes para entender las necesidades de los estudiantes?
—Los chicos hablan. A mí me conmueve muchísimo. Los chicos no paran de hablar cuando encuentran adultos que estemos dispuestos a escuchar. Y aclaro: hace muchos años mi hijo Santi me acompañó a una charla y me decía: “Che, pa, las cosas que vos decís en la charla… conmigo no te sale nada”. En la cancha es complicado. No lo digo desde arriba de un pedestal. Los adolescentes son chihuahuas disfrazados de Rottweilers. Se ponen la pilcha de bravucones. El trabajo de los chicos es romper los límites que nosotros les ponemos. Hace poco una chiquita me decía: “El problema es que los límites están demasiado fáciles de romper”. Los límites están puestos para ser rotos con cuidado y nosotros se los estamos poniendo demasiado fácil.
—¿Por qué? Ya sé que es una pregunta de dos palabras con una respuesta compleja, pero ¿por qué se la dejamos tan fácil?
—Porque tenemos miedo. Jaime Barilko hablaba del miedo a los hijos. Es una generación que ha tenido.
—Pero Barilko decía eso en los 90 y ya pasaron más de treinta años.
—Estamos sin reaccionar. Estamos en un estado de estupefacción. Como si fuéramos espectadores de una película y, no sólo somos los protagonistas, sino que somos los guionistas. Los chicos son lo que nosotros permitimos que sean. Hay una generación de hijos con padres amorosamente tibios que ya son padres y la cosa va empeorando. Hay un delirio de crianza respetuosa. Siempre cuento este ejemplo: estaba en el consultorio con un pibe de 15, un rugbier grandote, y su madre, y el pibe en un momento le pone la pierna encima a la madre y dice “cordones” y ella obediente se los ata. No vamos a dejar que fume marihuana, pero me importa un cuerno si se enreda con los cordones. Tenemos miedo a que no nos quieran. Tenemos miedo a que se queden afuera del grupo de pares. Tenemos miedo a que se lastimen. Es una generación de padres muy poco elaborada en términos de…
—Es nuestra generación. Esos padres somos nosotros.
—Hay un poema hermoso de Sebastián Monk, que se llama “Si es posible”. Dice: “Al tratarse de mis hijos, si es posible, / que me duela todo a mí en vez de a ellos”. El tema es que tenemos que enseñarles a sufrir. Todos queremos que sean felices pero la felicidad son instantes, son momentos. No les estamos dando herramientas para sufrir. Somos una generación de padres muy culposos y muy temerosos y los chicos están pagando con su salud mental.
—¿Qué señales se pueden considerar como alarmas ante un chico que esté en crisis?
—Cualquier “de repente”. Primero, hay que poder diferenciar lo que es el equivalente a un berrinche. Los adolescentes tienen una distancia muy chiquitita entre la fantasía y el pasaje al acto. Hay que diferenciar cuánto hay de manipulación y cuánto hay de cierto. Las alertas son los “de repente”. De repente cambia su manera de vincularse con el mundo exterior: era muy extrovertido y se empieza a meter para adentro. Cambia abruptamente su rendimiento escolar. Cambia su aspecto físico. Una señal muy común es que en días de verano se cubren. Hay que ver si no se están autolesionando. Con las redes sociales hay un incremento enorme de los trastornos de la conducta alimentaria y los esquemas corporales. Si vemos que empiezan a tener conductas restrictivas, si lo vemos triste y no es una tristeza que se vaya con el pasar de los días.
—¿Cuándo se lo lleva a una consulta?
—Que sobren las consultas de orientación o familiares. Eso también es muy común en la crianza respetuosa: “No, mi hijo no quiere hacer terapia”. Y cuando tenía que vacunarse, ¿le preguntabas qué le parecía? Con la terapia es lo mismo. Yo me cansé de atender adolescentes con cara larga. Había uno que venía todos los miércoles a las ocho y media de la mañana. Se ponía la capucha. No quería saber nada, pero no había dudas de que necesitaba terapia. Acordamos con los padres y a la sexta o séptima entrevista se sacó la capucha y me dijo: “Qué querés que te diga”. Bueno, que hablen. Las alertas son los de repente y hay que consultar orientación a la familia.
—A veces los emergentes no se dan en casa, sino en la escuela. ¿Cómo puede el docente o el rector hablar con las familias?
—Los chicos muchas veces recurren a preceptores o a profesores porque en la familia no tienen lugar. Yo les pregunto a los chicos en las charlas cómo se sienten respecto a la familia: se sienten solos. En general la respuesta es de mucha desolación y mucho desamparo. Cuando recurren al docente, lo primero que se hace es convocar a la familia, que tiene dos opciones: o entiende, abre los ojos, acepta y pide ayuda, o lo niega. Ahí se juega el arte de lo posible. Hay que achicar la brecha entre una familia que coopere y acompañe, y una familia que niegue. Habrá que armar la red de contención posible cuidando a ese chico en estado de desamparo. Ahí es fundamental el rol del Estado y todo el sistema de salud, que se está desarmando cada vez más.
—¿Es muy diferente en los contextos vulnerables? Da la impresión de que la violencia es más cruda.
—Yo tuve la suerte de trabajar en el programa ATAMDOS (Atención Ambulatoria y Domiciliaria de la Salud) que hizo Floreal Ferrara, ministro de Salud de Cafiero en el año 87, 88. Iba de lunes a sábados, ocho horas en Monte Chingolo, en Lanús. La mitad del tiempo era en el terreno. Era un equipo interdisciplinario con dieciséis profesionales. Trabajábamos en un contexto absolutamente vulnerable y era generar redes. Yo empecé a trabajar con infancias y adicciones y me di cuenta de que Freud y Lacan me servían poco para esas cuestiones. Hay que armar redes achicando las distancias entre lo ideal y lo posible. Pero el contexto vulnerable es uno de los extremos: los chicos de altísimo poder adquisitivo están en estado de mucho desamparo. Las historias más terribles yo las escucho de los dos extremos.
—Esta es una observación particular mía, que no tenés por qué suscribir. Hoy la política argentina aparece en un estado de confrontación constante. Me pregunto cuánto de eso habilita a los adolescentes a relacionarse desde diferentes formas de violencia.
--Es tremendo. Yo entré a la facultad en el año 83, en el inicio de la democracia. Alfonsín era otro universo. Es el único político que extraño. Ahora estamos en un clima de violencia con los youtubers y los influencers y todos estos señores. Es una legitimación de la violencia y el desprecio y el maltrato por el otro. Obviamente, si desde arriba se demuestra esto, habilita a los chicos. Es peligrosísimo lo que reciben. Coincido en que hay un clima de hostilidad y de fractura que ayuda muy poco en este contexto.
—Hoy hay una mirada escolar distinta sobre la salud mental y los aprendizajes socioemocionales. ¿Cómo se puede construir una comunidad educativa donde la salud mental forme parte de las prioridades?
—Trabajando mucho más la gestión de emociones. Estamos destinando un montón de horas a cosas que los chicos pueden googlear en cinco minutos. Trabajemos la gestión de las emociones, trabajémosla en el aula y démosles a los chicos un punto de anclaje por la ausencia de lugares seguros fuera del colegio. Hay colegios donde los chicos dejan el celular desde que llegan hasta que se van. Conozco un caso en Rada Tilly donde los chicos en el recreo tocan la guitarra, toman mate, y el colegio es un lugar seguro. Es un refugio. Ahí también hay colibríes.