Crisis de autoridad

Claudia Araujo

“¿Qué entendemos por autoridad?”, preguntaba a la clase un profesor de Introducción a las Ciencias Políticas en la universidad. Silencio. “Es el que manda”, “es lo que se destaca o está por encima de otros”, fueron algunas de las tímidas respuestas.


“La autoridad no es algo que se gane con un cargo sino con el trabajo de cada uno”, solía repetir un exsupervisor y con ello bastaba para entender a qué se refería. Sus métodos no podrían decirse que eran un ejemplo a seguir pero le servían para cumplir su cometido. Tal vez ése sea el punto de partida del porqué se necesita que alguien ‘ponga orden’. La legitimidad de una función y el respeto de quien está al mando están implícitos en la afirmación del docente.

Como en toda comunidad hay líderes y quienes asumen la responsabilidad de conducirla. No siempre son la misma persona y con menos frecuencia son respetados.

En la carrera docente se llega a la dirección de una escuela por concurso de ascenso de jerarquía, tras rendir un examen específico para la función y por poseer más puntaje en actualización y perfeccionamiento. Y al igual que en otras instituciones, la escuela no es ajena al cuestionamiento de sus dirigentes y a sus límites en el ejercicio de democracia.

El más claro ejemplo se vivió en el último año con la creación y proliferación de los consejos escolares, una institución que aún da sus primeros pasos y hace experiencia de convivencia y ciudadanía pero que fue duramente resistida por muchos docentes y directivos.

Otra situación que se ha vuelto cotidiana es la conflictiva relación con los padres y más recientemente con los alumnos.

A menudo se le atribuye a la escuela ser presa de una crisis de autoridad, como si tan solo de ella dependiera.
Sobre ese punto, un periódico nacional dedicó un par de páginas este mes a reflexionar sobre la necesidad de ‘reconstruir la autoridad’ docente.

“La autoridad nunca puede lograrse de manera individual”, sostiene el especialista Gustavo Gotbeter en la nota firmada por Alfredo Dillon para el suplemento Educación de Clarín.

Una docente lamenta que cada vez más padres apañen a los niños sin cuestionar ninguna de sus actitudes y alentar así la indisciplina: “Para un chico no puede haber mayor impunidad que la de saber que, haga lo que haga, cuenta con el respaldo de sus padres”, se queja Andrea Testa. Relatos similares y más graves son comentados por otros profesores más cercanos. “Sentís que ante el mínimo llamado de atención a sus hijos, vienen a la escuela y te increpan hasta que las explicaciones las debe dar uno”, comenta una preceptora de un secundario vespertino.

Gotbeter insiste: “Los padres son aliados fundamentales; no se puede entender la autoridad como si fuera una responsabilidad individual de cada docente”. Y hay más. En la nota se plantea otro punto: a la desacreditación y críticas de los padres hacia los maestros se contrarresta con una conducta coherente y un mayor compromiso con la educación de los chicos.

Testimonio y nostalgia
Quienes hicieron la primaria en tiempos de democracia plena e ininterrumpida tienen menos de 35 y podrían considerarse privilegiados. Sin embargo los vestigios de una cultura autoritaria persisten en muchas instituciones más allá de la forma de gobierno, de su régimen y de sus políticas públicas. Es una parte viva hoy en encumbrados ámbitos universitarios, en espacios donde se predica la fe cristiana y en otros con elevados compromisos ideológicos y progresistas, todos ellos donde, prejuiciosamente, uno menos se lo esperaría.

Pero si de experiencia personal se trata, en la generación de quienes tenemos más de 35 los únicos docentes que mejor se recuerdan son aquellos más exigentes, perseverantes y preocupados por nuestra educación. Algunos supieron ganarse el respeto de sus estudiantes con simpatía y cierto afecto, pero sin perder rigurosidad; otros, con aspereza, distancia y firmeza e igual efectividad. Todos lo hicieron con incuestionable vocación.

Teníamos una profesora en Geografía que, con encomiable economía de gestos y una absoluta corrección al hablar, imponía respeto. “La Piccarolo”, como la llamábamos, fue una de las primeras y más claras referentes de que para ser escuchado no hace falta levantar la voz. Y una de las docentes que mejor supo ‘equilibrar los tantos’ en la clase al concederle espacio a quienes eran inadvertidos en otras materias.

Otro fiel exponente de la pasión por una disciplina con pocos. Le brillaban los ojos, aceleraba sus movimientos y sonreía todo el tiempo que duraba la clase. Era tan entusiasta que daban ganas de comprender lo que decía e intentar hacer algunos ejercicios, cuando menos. ¿Daba clases de danza? No. Enseñaba Matemáticas y lo hacía muy bien. Su pequeño cuerpo parecía agigantarse durante las encendidas descripciones de logaritmos y antilogaritmos. Tal vez ni ella misma era consciente de cómo la veíamos en ese momento. Tal vez de esto se trata la autoridad, imponer respeto y tratar como se espera ser tratado.

Más voces
En el sitio web que el Ministerio de Educación del Chaco inauguró recientemente (foroedu cativo.cepich.com.ar) para abrir otra vía de expresión sobre lo que le hace falta a la escuela para mejorar, también se pueden encontrar expresiones que aluden a la ‘pérdida’ de autoridad, legitimidad, respeto y tolerancia hacia los docentes.

Por ejemplo, Flavia considera que para mejorar la educación no pasa por preparar permanentemente a los docentes: “Que cursos completos de chicos del secundario no conozcan una regla de tres simple no es falencia del docente sino de un sistema que permite que aprueben sin estudiar, el maltrato y la falta de respeto hacia el docente y donde se cree que obligar es mala palabra; obligar no es violencia, es responsabilidad, algo que hoy es un absurdo en los chicos”, plantea.

En tanto que Silvia pide a los familiares acompañar al docente: “¿Qué medidas toma ante una indisciplina? ¡Más permisividad! No advierten que la educación es una tarea conjunta de padres y educadores. Antes el tutor confiaba en el educador a ciegas. Ahora hay padres que incluso amenazan con pegarle y le otorgan plena confianza a un niño que está aprendiendo y que asimilará que cualquier comportamiento es adecuado porque su familia no le pone límites. Debido a ese descrédito hoy es una temeridad adentrarse en algunas aulas convertidas en ‘reinos’ del estudiante y donde ni siquiera el director puede poner orden”, describe.

Un abuelo alejado hace tiempo de la responsabilidad de asistir a reuniones por calificaciones y conversaciones con los maestros, porque además una de sus hijas es maestra, considera que en ambos lugares “hay deudas sin sincerar y mucho de estar a la defensiva sin ningún enemigo”.

Del otro lado, María, cuya hija va a un privado, presenta una visión distinta. La mujer lamenta ver con cuánta naturalidad cada vez son más los docentes que viven el prejuicio y la intolerancia, “son dos comportamientos reñidos con la función que desempeñan, un rasgo que no se espera de esa profesión”, comenta a mitad de un relato de dos situaciones cotidianas en las que el problema mayor se evidencia en un problema de percepciones y en la forma de transmitirlas.

Después de escucharla, la pregunta es con qué frecuencia nos encontramos en situaciones de intolerancia, padeciéndola y ejerciéndola en alguna medida ¿Cuán a menudo presenciamos expresiones irrespetuosas propias y ajenas? ¿En qué medida estamos exentos del prejuicio por la forma en que se ve una persona o por la forma de vestir o expresarse?

Entonces coincidiremos que la crisis de autoridad, respeto y convivencia democrática no es exclusividad de la escuela.
Son muchas las voces de quienes generosamente opinan y participan proponiendo temas, sugiriendo material de lectura, gráficos, viñetas y otros datos para esta y otras columnas y se agradecen sobremanera. Sin embargo en muchas de ellas hay bastante tela para cortar y pese a discrepar con ellos el debate está por encima de las divergencias.

Nuestra realidad es compleja, abundan los conflictos, las diferencias irreconciliables y los pecados imperdonables pero que también incita el desafío por tornarla más armónica y fortalecida en la diversidad, que es donde todo cobra sentido y hasta belleza también, por qué no decirlo.

Un deportista lo explicó muy bien una vez: “En los deportes colectivos como el rugby o el fútbol siempre hay lugar para todos; para el gordito, para el más veloz, para el que protege a sus compañeros o para el que se detiene a pensar una jugada. Cada uno es indispensable y en la diferencia de sus individualidades está la fortaleza del grupo”.



Fuente: D. Norte

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